Tres historias que la tierra se negó a olvidar
En el corazón de Michoacán, la tierra no solo sostiene pueblos, sino que también guarda secretos bajo agua, lodo y lava. Entre montañas, presas y volcanes, tres iglesias han quedado sepultadas por fuerzas naturales, pero lejos de desaparecer, se han convertido en testigos inmóviles del tiempo, el desastre y la resiliencia. Estas estructuras religiosas, una vez centro de comunidades vivas, hoy emergen como símbolos de memoria, tragedia y asombro.
La iglesia hundida de Churumuco, al sur del estado, descansa bajo las aguas de la presa El Infiernillo desde 1964. La construcción del embalse trajo desarrollo hidroeléctrico a la región, pero también implicó la inundación del antiguo pueblo de Churumuco. Aunque sus habitantes fueron reubicados, la iglesia no corrió con la misma suerte. En los años de sequía severa, su campanario asoma entre las aguas, recordando el precio que se pagó por el progreso y cómo la fe permanece, incluso bajo el agua.
En Tlalpujahua, Pueblo Mágico enclavado en la sierra michoacana, la tragedia llegó en forma de alud. El 27 de mayo de 1937, una enorme avalancha de lodo y residuos mineros se desprendió del cerro debido a la inestabilidad provocada por la explotación de la mina “Dos Estrellas”. Más de 500 personas perdieron la vida, y entre los escombros quedó sepultada del Carmen, mejor conocida hoy como la Iglesia Enterrada de Tlalpujahua. Hoy, entre los vestigios, se puede ver parte de su estructura, convertida en un memorial silencioso de un pasado de oro y tragedia.
Quizá el caso más impresionante sea el de la iglesia sepultdas de San Juan Parangaricutiro, devorado por el fuego del volcán Paricutín. El 20 de febrero de 1943, el suelo se abrió en una milpa cercana y comenzó a expulsar lava. Durante casi una década, el volcán creció y arrasó con todo a su paso. El pueblo fue evacuado y sepultado por completo, excepto por la iglesia, cuya torre y altar mayor aún se alzan entre un mar de roca volcánica solidificada. La imagen es sobrecogedora: una iglesia emergiendo de la lava, intacta en su fe.
Estas iglesias no solo fueron centros religiosos; eran el corazón de comunidades enteras. Hoy, su silencio y sus ruinas hablan de la relación íntima entre el hombre, la naturaleza y el tiempo. Visitar estos lugares es entrar en un diálogo entre el pasado y el presente, entre lo que fue y lo que la tierra decidió conservar.
En Michoacán, incluso lo que ha sido enterrado, sigue contando historias. Y estas iglesias, a medio camino entre el olvido y la eternidad, nos invitan a escucharlas.





